Quizá no sean lo mismo, nuestro julio y nuestro enero.

En julio de 2020 estábamos a la espera de que el frío cediera, con la certeza de que al llegar el verano recobraríamos nuestra vida y nuestras artes colectivas. Nuestros hábitos de abrazarnos en plena calle, nuestra costumbre latina de saludarnos con un beso aun entre desconocidos. Nuestra versión de argentinos contemporáneos que se apiñan en los recitales, y cantan con otros que acaban de conocer como si fueran hermanos de toda la vida. Eso creímos en julio que volveríamos a ver en enero. Pero no.

En cambio, enero nos trajo una rigurosidad desconocida: debíamos buscar las maneras de sobrevivir bajo la superficie de la tierra. De no dejar de crear. De no darnos por vencidos en plena crisis del mundo, y seguir haciendo esfuerzos denodados por llevar adelante tareas artísticas, por hacer que -no sólo conserváramos la vida- sino una vida que tuviera sentido.

Hacer algo, allí donde no antes había nada: bailar, cantar y actuar, por ejemplo.

¿De qué hay que hablar – entonces- en un mundo que parecía borroneado por la enfermedad, por el dolor y las despedidas sin nombre? Hay que hablar de la poesía. Hay que recordar a cada minuto que hay algo más que carne y polvo. Que “la selva es honda. Corpulenta flora, como densa muralla, el aire fresco. Con sus perfumes penetrantes carga, y el tronco gris y el ramo verde vierten guirnaldas de moradas hipomeas”. Tales los versos de José Martí.

Para hablar de poesía y de poetas es que el unipersonal “Una rosa blanca”, ganadora como Mejor Obra Nacional en los recientes premios Estrella de Mar, se presenta en el Séptimo Fuego los sábados a las 21:30. Para que venzamos la adversidad, para que porfiemos y no nos dejemos convencer de que esperar es lo único que queda.

La obra, en una estructura de cajas chinas, se juega con cuatro esferas concéntricas: un actor interpreta a un profesor que se siente aplastado por la costumbre, que sin embargo sale de la chatura interpretando a Martí para sus alumnos. Un Martí que, a su vez, encarna los personajes de su obra Abdala. Lalo Alías es un actor de raza, con suficiente juego escénico como para poder deslizarse entre estos planos de acción, y jugar todos los juegos con mesura y cierta morosidad de la que es dueño.

¿De qué más hay que hablar en este año difícil, donde todo lo malo ya se ha dicho? De que la poesía es lo único que nos mantendrá asidos a la vida. De que el arte nos saca del tedio, de la tristeza, y le da sentido aun a la muerte. Por eso hay que edificar un universo en el escenario para dejar hablar a Martí.

La puesta en escena es sencilla, tan blanca como la rosa blanca, y se nutre de la delicadeza de Alías, de su destreza física y su agilidad para sostener la duración de la obra en escena. Además, “Una rosa blanca” nominada también en los mencionados premios al mejor texto de autor nacional, en la pluma de Cecilia D’Angelo, que ha trabajado en aunar la producción del poeta modernista cubano con la línea de acción dramática en la que los versos se pondrán en frecuencia escénica. Porque la tarea del dramaturgo es esa, y hay que construir un universo de sentido donde la palabra se ponga al servicio de una interpretación actoral.

Espectadores de teatro: los dueños de sala están poniendo en marcha todas las reglas necesarias para que podamos seguir siendo nosotros en este universo de distancias. Para que volvamos a ser parte del convivio. Para que recobremos esa parte de la vida que solo existe en comunión con los artistas. Sólo faltamos nosotros.

Adriana Derosa